Silvana Chiozza y las contradicciones de lo efímero placentero

Di José Emilio Burucúa
2023

Alguna vez, Ernst Gombrich nos explicó que, en primera instancia, las obras de arte dirigen sus mensajes plásticos, eidéticos y técnicos a otras obras de arte, con plena conciencia por parte de los creadores cuando se trata de ejemplos del pasado, pero a ciegas y con esperanza cuando se trata de formas imaginadas en el futuro. Los espectadores interferimos en ese flujo y, si pretendemos entender algo del fenómeno, debemos encontrar cuáles son las imágenes u objetos destinatarios que, a su vez y paradójicamente, no podemos sino situar dentro del horizonte de sentido y ejecución de las figuraciones que vemos por primera vez, cuya dilucidación suele ser el motivo o fin de nuestra experiencia en el presente. La obra de Silvana Chiozza plantea, desde nuestro primer contacto con ella, ese desafío para el crítico y el historiador del arte. Pues el uno y el otro se ven obligados a asumir el juego de las atribuciones, aguas arriba y aguas abajo de cada pieza, vale decir, determinar cuáles fueron, por una parte, las creaciones ajenas que, digamos, inspiraron a la artista y cuáles son, por otro lado, los caminos “nunca antes hollados de las Piéridas” que su trabajo nos hace transitar (Lucrecio, De rerum natura, IV, 1-3).

Comencemos por las pinturas más próximas en el tiempo. Casi de inmediato pensamos en Rothko y creemos estar ante una versión más calma, desde el punto de vista cromático, y más temblorosa en el plano de las texturas ópticas, como si se atenuara la “preocupación de muerte”, en el primer caso, y se regresara a ella en el segundo. Recuérdese que el pintor norteamericano colocó en el primer lugar de los “ingredientes” de su receta, expuesta en el Pratt Institute de Nueva York en 1958, el “presentimiento del hecho de ser mortal”, y lo atenuó con “una relación de placer respecto de las cosas que existen”. Silvana expande su aparente informalismo hacia el horizonte de un post-impresionismo tan abstracto como las Ninfeas de Monet o la visión cercana de las pinceladas de Van Gogh en la representación de un prado o un trigal. Se acentúa el efecto sensual, lúdico y placentero.

Claro que si continuamos nuestro itinerario retrocediendo en el tiempo, nos topamos con paisajes de horizonte muy alto, la silueta de línea quebrada (Umbria) o muy escueta de una ciudad pequeña recortada contra el cielo, y la superficie del campo o la montaña y la densidad del aire, construidas con pinceladas planas yuxtapuestas, sin límites precisos, que componen una superficie impresionista a la par de abstracta. De esta suerte, captamos la coherencia del camino que condujo de ese paisajismo transfigurado al informalismo a la Rothko. Desandamos el camino y nos podemos identificar con los secuaces de las Piéridas, porque ese sendero es excepcional: se abre a partir de la relación entre el expresionismo abstracto y un naturalismo transfigurado por la elaboración casi musiva del paisaje. Las vistas aéreas de iglesias (San Clemente en Roma), de la Porta Flaminia, del puente Milvio sobre el Tíber, están todas compuestas según ese mismo patrón, que aúna el arte del mosaico con el neo-impresionismo a la manera del Seurat de los estudios preparatorios de la Grande Jatte. Y hallamos la combinación entre el hedonismo de lo efímero en la vibración cromática cambiante y el temblor ante la posibilidad de que toda la sensación se disipe y desaparezcan las casas, los cultivos, la arquitectura donde se refugian los cuerpos y las almas de los seres humanos.

Nuestro viaje a la semilla, al modo de Alejo Carpentier, nos lleva a detenernos, morosamente, en los paisajes más antiguos pintados por Silvana en las campiñas de Toscana y el Lacio. Son vistas de una gran fidelidad a la experiencia visual ordinaria: casas coloniche, ruinas de la Antigüedad, campanarios, siluetas de pinos marítimos y de cipreses contra el cielo de un azul purísimo. Hay reminiscencias de Corot, de sir Charles Lock Eastlake, de los alemanes de la primera mitad del siglo XIX, capturados por el “don fatal de la belleza” al que cantaba Byron en el Peregrinaje de Childe Harold. No se ven los habitantes de esos lugares. Ignoramos si acaso hemos llegado en el momento previo al estallido de los colores y los sonidos de la humanidad o más bien la quietud simboliza el instante al que Fausto, infructuosamente, le pidió permanecer (Faust I, versos 1699-1700).


José Emilio Burucúa
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